martes, 24 de mayo de 2016

En las profundidades del Ministerio de Magia hay varias cámaras, cada una dedicada a uno de los mayores secretos de la existencia humana: la muerte, el tiempo, el pensamiento... La única que nunca se abre es la que investiga el amor. El amor es lo que nos salvará a todos. El amor salvó a Harry Potter durante años, porque todos sentían amor por él. Y ahora, después de releer los siete libros seguidos, miro alrededor y no puedo sentir más que amor por todo lo que me rodea o he conocido en algún momento. He llorado mucho durante este viaje: al principio por ver el niño que fui y ya nunca seré, los sueños que tenía y la verdad que solo yo podía ver. Pero pronto esas lágrimas comenzaron a brotar por los tesoros que tengo ahora y los que he podido disfrutar durante toda mi vida. Unos padres mejores de lo que podría soñar, cuyas enseñanzas me llevarán años aprender. Una familia que siempre me ha apoyado y solo me ha dado amor incondicional que porto siempre como una segunda piel. Amigos que me siguen soportando a pesar de que nunca estaré a su altura. Todos los que me quieren, que son más de los que me merezco, los que me respetan y los que no. Sobre todo ellos. Han sido siete libros que me han brindado nueva vida, la vida de papel a la que tanto debo. Unos libros que almacenan una parte importante de mi alma, como un horrocrux, que puedo acariciar cada vez que los vuelvo a leer; vuelven mis 10 años, mis 15, mis 18... Unas personas con las que crecí, cuyas caras y voces me acompañarán toda mi vida: Hermione, Ron, Ginny, Neville... Porque después de todos estos años empiezo a mirar hacia delante y no al pasado. Porque nuestro pasado no se ha perdido: viaja con nosotros y espera pacientemente, desde la estantería, a que lo vivamos de nuevo. Esa es la magia de la vida, la magia que no se estudia en Hogwarts: nada muere mientras pueda sentirse

miércoles, 18 de mayo de 2016

Las lágrimas que asomaron desde la tristeza brotaron con la seguridad propia de la alegría. El cinismo postmoderno no puede con la realidad: el tiempo sí se para. Los miedos, las dudas, el mundo que sigue muriendo; todo queda al margen de ese vestido blanco, de esa sonrisa perfecta, de esa mirada que contiene la única luz que me importa. Desde niño acariciaba las páginas de esas compañeras perfectas, una Ginny o una Bekka a la que poder amar. Qué estúpido. La vida me ha traído a un parque verde en una tarde soleada, con una mujer tan maravillosa que escapaba incluso a mi imaginación. Algo más que una palabra a la que cargar de sentido, mucho más que cualquier cuerpo agotado en una noche. Como una epifanía, los cielos se abren y señalan... Lo que señalan no se puede describir con palabras porque va más allá de lo puedo comprender. Es la ausencia de miedo, la eternidad del tiempo en unos labios, neuronas enlazadas con la yema de mis dedos. Como una obra de teatro, en la que el pasado es solo palabras sin color, cada gesto se queda grabado en la historia del arte. Dar y dar y dar porque sientes que nunca podrás compensar todo lo recibido. Una vida para compartir que se antoja demasiado breve. Una vida llena de momentos eternos para nunca envejecer. Una vida llena de amor en sus ojos.

lunes, 9 de mayo de 2016

Hay lugares que se pliegan hasta el infinito, atrapando vida en cada doblez. Mi casa es el espacio más doblado que conozco. No puedo mirar un rincón sin ver personas atrapadas en escenas pasadas, esperando a que alguien les mire para llevarlos de vuelta al pasado. Cuando el presente repele y el futuro espanta, ese pasado es el único tiempo que quiero vivir; aún más en primavera. El sofá que tan pronto se convertía en fortín como albergaba tortillas francesas de una mano amorosa frente a un televisor que se estropeaba. La cama plegable que recoge sueños de cuatro generaciones. El suelo que ha empapado tantas lágrimas, de amor y dolor, barro y comida de todo tipo. Las voces que cruzan el pasillo y aún me siento a escuchar, sentado en el suelo, cuando nada más se oye. Los abrazos que aún y siempre sentiré sobre mis hombros. Manteles, ventanas, sillas, camas, armarios, galerías, más sillas, puertas, escaleras, cestos de la ropa sucia. Hasta el exterior de la casa, hasta la limpieza de la casa me recuerda a ella. Hasta el último granulado de la pared contiene su sonrisa y sus caricias. Las bombillas que encierran los afectos que nunca dije y por los que rezo cada noche para que se conocieran sin saberlo. Las estanterías recogen las palabras de cariño que condenso en gestos de cariño, con la esperanza de que aún hoy las descifre el receptor, el único receptor de todo lo que vivo. La mesa sobre la que me levanto cada día, el calendario que cambio cada día pero mantiene su esencia, el reloj que observa siempre cómplice. Los libros sobre los que siempre volveré para engañarme pensando que siempre seré un niño. ¿Cómo vivir en un lugar que no me cuente todo esto? ¿Cómo vivir en un sitio con tanta vida? Simplemente, viviendo.
 

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