miércoles, 15 de julio de 2015

No sé nada, pero estoy seguro de que la vida no es bonita, justa ni mucho menos fácil. Todo cambia, todo se destruye, nada permanece excepto el miedo. La sombra del dolor también suele aparecer, aunque es fácil ignorarla. Pero sorteando estos accidentes biográficos sobreviven ciertos monumentos. Tan físicos que duele mirarlos, tan etéreos que prevalecen en el tiempo, la memoria y la palabra. Marionetas con miles de manos en nuestro interior, todas esas miradas que nos calaron y ya nunca nos abandonaron. Esos faros que nunca me abandonarán y que me guían cuando estoy perdido, que suele ser siempre. Desde que mis piernas solo se cubrían de una fina pelusilla hasta la primera vez que conquisté un auditorio, hasta este mismo momento en que las lágrimas se mezclan con la sonrisa más dulce, una vez más. Un año más, vuelvo a hacer explícita la vibración que acompaña cada uno de mis latidos, esa luz que me acompaña sin asustarme. La mano amiga que yo debería ser para los demás y nunca presto. El compañero de fatigas de las que huyo. Ser alguien que realmente vive para los demás, no solo de boquilla. Parecerme más a ese puente que superaba todas las aguas, que conectaba las ideas más opuestas en su regazo. Un abrazo que sigue cosechando amor y admiración años después de que sus pilares se rajaran. Pero aun ahora, el puente se erige majestuoso sobre nuestro río, la mejor joya de nuestras vidas. Una luz que podemos admirar, con una suerte increíble, en otros ojos y otra sonrisa. Un amor que intento demostrar en cada abrazo y cada halago, siempre insuficientes. Una vida que intento honrar con la mía, aunque setecientas no bastarían. Una sonrisa que nunca se apagará.
 

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