domingo, 16 de octubre de 2016

No viajo en bus por ser pobre, sino porque pienso más allá de mí. Los horarios, la lluvia o los recorridos son simples obstáculos en una marcha firme hacia el futuro. Cada vez que coges el coche, el mundo se apaga un poco más. Cuanto empuñas el volante como un vaquero frente a la muerte cobarde, solo veo en tus ojos un egoísmo que nos cuesta minutos de vida. Una esclavitud felizmente aceptada, un préstamo fiel de nuestro tiempo, una responsabilidad vacía de corazón metálico. Una muestra de poder frente al pobre que renuncia a todo eso para abrazar un sentido diferente, un futuro libre de daños. Porque eres un virus arraigado en nuestras cabezas, una fiebre que nos ciega en una autopista de humo y sangre: una carrera mortal para compensar con el tamaño del carro la muerte que supone nuestro día a día. Disfrutas de la conducción porque respiras gasolina y humillas a los demás conductores en un viaje sin destino, una rueda que gira para darte fuerzas cuando te bajes del coche y te veas asumido a hablar con los demás. Fuera de tu cárcel sobre ruedas no eres especial, tus heridas resultan más evidentes y respiras el aire que exhalan los otros. Sigue conduciendo con tu coche para encerrarte ante la humanidad, para saborear en el cuero sintético la auténtica vida; yo me quedo con el autobús y su vida rebosante, por mucho que esta autenticidad me obligue a mojarme. No puedes protegerte siempre detrás de un cristal: la vida salpica.
 

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