viernes, 3 de noviembre de 2017

Ya no disfruto cuando leo. Al coger un libro pienso en todos los que me todavía me faltan, en todos los que he leído para poder entender el peso que me quema en la mano. Página a página, no paso solo una historia sino que voy hilando las líneas que ha trazado toda la humanidad. Por eso, cuando me he sumergido en el relato echo a llorar pensando que ya nunca superaré otro título, que me quedaré para siempre varado en un mar de tibias lecturas lejos de todas las leyendas que pueblan mi mente. Mis ojos no leen palabras, solo referencias a otras obras en un juego mortal que se cobró hace tiempo mi cordura y mi pasión.

Mientras juego a un videojuego me sumerjo en una ficción que poco durará; en cuanto dejo el mando vuelven los fantasmas de los demás títulos que luchan por mi control. Nunca jugaré lo suficiente, jamás llegaré a conocer cada mundo como debería. Después de pasar horas viviendo en la piel de otra persona, siento cómo ese disfraz se cuartea y me araña muy dentro de mí. Me obligo a terminar cada aventura porque debo hacerlo, aunque habría querido romper ese progreso mucho antes.

No hablemos de series, por favor. Ya no añado más nombres a mi lista porque no tiene sentido. Ahora solo gestiono listas de series, incluso estas se me acumulan y me frustra pensar solamente en encender la televisión.

Y música... Hace tiempo que desconecté de las novedades, solo profundizo en la discografía de Cohen y Dylan porque es mi propia sangre. Cada canción son referencias que no entiendo, versos que se pierden en un inglés pésimo, estrofas que nunca termino de aprender del todo. Los nuevos descubrimientos aportan más sal a mis heridas siempre abiertas ante mis manos inquisitivas: estilos e influencias se agolpan en el yunque, impiden escuchar notas y solo me transmiten referencias a pie de página. La música ya no son ondas, solo relaciones aritméticas y repeticiones.

Cuando beso, ya no beso. Mis labios muestran la historia de la humanidad, la presentan a cada segundo y demuestran una vez más mi incapacidad de existir. No soy nadie en un pálido punto azul del océano, sumergido en un tiempo huracanado que quiere destruirme una y otra vez. Por eso, nunca estoy solo: me apoyan siglos y siglos de evolución para que el frío no me hiele, el gluten no me mate y las fieras se queden al otro lado de la pantalla.

Yo nunca soy yo, solo mis circunstancias.
 

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