miércoles, 7 de diciembre de 2016

Taparse hasta la nariz, sonriendo cuando la manta se engancha en la barbilla imberbe. Esperar un último beso antes de dormir, una caricia de la mano que siempre estará ahí. Volver todo tu cuerpo hacia ella, buscar una mano o su mera presencia como faro que me guía hacia la cordura. Fuera quedan los peores monstruos: aquellos que me aterran por no poder ponerles cara, aquellos que se adueñan incluso de mi mente antes de oírlos o sentirlos. Dormir entonces cálidamente y con una enorme sonrisa, tal como solo sabe hacer un niño, porque puede disfrutar de un amor que no conoce límites. Una dependencia terrible, más potente que cualquier droga, porque nadie puede desprenderse de lo que da sentido a su vida, de los brillantes ojos a los que se vuelve para pedir consuelo y apoyo. Un abrazo por detrás que derrite el invierno más duro. Acurrucarse bajo la manta en el sofá mientras vemos cualquier cosa, porque no me importa la televisión sino tu respiración. Un movimiento tranquilo como las mareas, un grave compás que me calma en cualquier situación. Incluso cuando luego fui yo quien se quedaba en la silla mientras tú dormías, aun entonces me quedaba embobado con tu nobleza natural, una distinción imposible de emular. Porque cuando más cerrada en la niebla, más potente brilla la luz que emana de nuestro interior: en cada voluta de mi respiración palpitan todavía y siempre tus palabras, como el único referente moral que podrá existir. Un abrazo en que todavía me encierro y sonrío por la vida que compartimos.
 

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