viernes, 31 de octubre de 2008

Camino por el paseo Independencia. He terminado las clases y me voy a casa, pero no puedo evitar observar lo que ocurre a mi alrededor. A esta hora (las 12 o por ahí) la gente camina ocupada, de un lado a otro, intentando encontrar algo que les dé sentido a sus vidas. Ya no hablo sólo del típico ejecutivo con traje, sino también del dueño del pequeño kiosco, del abuelo con sus hijos, de los estudiantes que vuelven a casa. El viento, siempre nuestro viento, está ahí, jugueteando con hojas secas que eleva hasta nuestras caras, pero no nos damos cuenta de ellas. Seguimos caminando, pensando en nosotros hasta que encontremos a alguien que piense en nosotros. Sin embargo, el viento me trae algo más que muerte: música. En un porche, intentando huir del cierzo, reposa sereno un hombre con un acordeón, tocando la que para mí es una de las más exquisitas canciones: el Canon de Pachebel. Toca tranquilo, sin fijarse en la gente que le arroja sus sueldo en una bolsa de plástico. Toca tranquilo, sin convenciones de compás o intensidad. Siente la canción, siente cada corchea, y logra transmitir esos sentimientos a su instrumento, con el que tantas cosas ha vivido. El sonido de su acordeón deja de ser ondas para convertirse en magia, en pequeñas pizcas de vida que nos inundan, nos supera, sólo podemos escuchar la canción, dejarnos llevar por esas notas rápidas y frágiles, por esas notas largas y seguras, por el silencio entre una nota y otra. Sus dedos se separan de la teclas, y por unos segundos todos seguimos callados, mirando cómo suspira al acabar su partitura. Vuelven los coches, las hojas, el ruido, y corro para no perder el autobús.

domingo, 26 de octubre de 2008

El tiempo impresiona. No nos damos cuenta de que existe, de que nos devora; solo vemos sus efectos. Más allá de arrugas o estrías, afecta a lo que dijimos que duraría siempre, que siempre estaría allí: las relaciones con los demás. Resulta doloroso ver cómo con el paso del tiempo hay personas que se distancian, que se envuelven en la tibia niebla de la indiferencia, y ya no compartes esos momentos que daban sentido a la vida, sólo hablas. No me refiero a esos amigos que parten hacia tierras lejanas, sino precisamente de los que permanecen a tu lado, de los que viven en la casa de al lado, pero por una razón u otra no ves como antaño. Las promesas arrojadas al viento, los sueños en común, todo desaparece. Crecemos, dicen algunos. Yo digo que perdemos. ¿Hay algo más valioso que un amigo? Puedes perder el trabajo, el coche, pero un amigo... Un amigo no lo encuentras en un concesionario, o echando un currículum. Es más complejo que todo eso.
Pero el tiempo también cambia las relaciones en otro sentido. Resulta gratificante ver cómo gente que no veías desde hace años te recuerda y te quiere como el primer día que os conocisteis. Compartes las mismas bromas, las mismas discusiones. Nada ha cambiado. ¿Por qué? Porque en esa relación el tiempo no ha roído los lazos, ha sido la distancia. Y esa distancia puede recorrerse a la inversa, al contrario que el tiempo. Si fuimos a estudiar a Salamanca, sabemos que un día volveremos a nuestra ciudad, y encontraremos todo lo que añoramos. Sin embargo, el amigo de al lado no añora nada, porque lo tiene. Sin embargo, poco a poco va perdiendo esa conexión con su hermano del alma, sólo porque no lo aprecia (creo yo). Volvemos al viejo dicho de que solo se quiere algo no se tiene. En nuestro pensamiento, las relaciones permanecen igual, pero si vives esas relaciones, estas van cambiando, y generalmente este cambio nos disgusta.
Por todo esto, resulta más fácil tener un amigo en la Cochinchina que al lado, porque el de al lado existe, mientras que del otro solo conoces lo que tú quieres imaginar. Eso sí, los amigos de lejos, igual que los nuevos, pueden ser mejores que los anteriores, pero recordemos que un amigo, aunque no sea un amigo, siempre es alguien importante para ti. Un abrazo.

lunes, 20 de octubre de 2008

Volvimos a la calma, y ahora volvemos al estrés, al no tener tiempo ni para comernos los mocos, al salir de un examen para caer en un trabajo, y así pasa mi vida. Entre una cosa y otra intento dejar huella en los que me rodean, ya que no sé si algún día dejaré huella en el mundo entero (no os creáis que no lo intento) Aunque me esfuerce en negarlo, me encanta que la gente me aplauda, me dé las gracias por haber dado sentido a su vida. Por eso, los egoísmos son lo que más odio en el mundo; no hay nadie más egoísta que yo, pero trato de controlarme y disimularlo. Un profesor que tengo, argentino, dijo el otro día que los argentinos para suicidarse se suben a su ego y se tiran. Pues bien, me merezco ser argentino. No vengo ahora con racismo ni leches en vinagre, solo digo que necesito saberme especial, alguien que el mundo necesita, alguien que será la salvación de algo, aunque todavía no sé el qué. No sé (me estoy dando cuenta de que no sé muchas cosas) a qué viene esta entrada, pero le acabo de encontrar una utilidad: como no me conoceréis, por favor, abrazad a quien tengáis al lado, tratadlo bien, y adoradlo todo lo que el sentido común os permita. Y como regalo, una canción: Guaranteed, de Eddie Vedder (banda sonora de Into the wild). Por supuesto, recibid todos vosotros también un abrazo.


miércoles, 15 de octubre de 2008

Bueno, se acabaron las fiestas del pilar, y se nota. Se nota no sólo en las calles, donde todavía cuelgan carteles del gran hombre bala que ahora va camino de Salamanca, sino también en las clases. Ya estamos en el verdadero curso, se acabó el calentamiento, el decir "estamos empezando", ya es hora de ponernos serios. Y yo con el carnet todavía sin sacar. Lo único que me relaja es esta canción, aunque la letra es mejor no entenderla: No surprises, de Radiohead. Disfrutad de ella.



PS: ¡Viva hacer entradas sólo con vídeos del Youtube!

viernes, 3 de octubre de 2008

Después de hablar una y otra vez del tema, hoy por fin me he decidido a hablar de la melancolía. Mucho se ha hablado de ella, y desde el primer momento se la ha criticado, diciendo que era lo mismo que la depresión (de hecho así es en la omnisciente Wikipedia) Sin embargo, yo no lo veo así, a pesar de que tienen algunos puntos en común.
Es cierto que la melancolía consiste en tristeza, pero no como la depresión, que hace que todo se torne negro y no haya nada de vida en lo que ve. La melancolía es, desde mi punto de vista, cierta predisposición a la tristeza, pero no una tristeza que asfixia, sino a una que permite ver el mundo desde una óptica diferente, más crítica pero también más llena de matices y colores. El melancólico no ve el mundo como un monstruo que trata de acabar con él, sino como algo ajeno, algo que es bello pero que causa dolor, sufrimiento. La melancolía no trata de ser negativo empedernido, sino evitar ser un optimista que no vive la realidad sino su propio mundo de caramelo. En general, cuando la gente dice que alguien es un melancólico puede decirlo por 2 razones, ambas equivocadas para mí: bien porque no se relaciona y vive en su mundo, o bien porque afirma que el mundo no tiene sentido. En el primer caso puede ser desde un soñador hasta un egocéntrico, mientras que en el segundo es claramente un existencialista. Un melancólico siente el arte, siente la belleza de la vida, si bien esa belleza son precisamente detalles que nadie ve, que pasan escondidos a los ojos de la gente normal, pero que para él (o ella) son esenciales, lo único que vale en la vida. Un buen melancólico ayuda a los demás siempre que puede, porque siente sus problemas, sufre con ellos, los comprende mejor que nadie.
Hace unos años me enseñaron que se suponía que los melancólicos buscaban no buscar, querían no querer, no sentir en definitiva, y si en aquel momento lo pude entender (razones personales) con el tiempo me he dado cuenta de que no es así. El melancólico necesita sentir, porque es lo que le distingue de los demás, aunque nunca quiera expresarlo; son esos sentimientos los que lo motivan a seguir adelante, no quiere recibir nada, sólo sentir. Bien es verdad que el sentimiento que más se repite es el dolor, pero acepta las consecuencias y aún así ama la vida.
Resumiendo, se podría decir que el melancólico huye del ardiente y asfixiante sol de la alegría sin motivo, pero huye del callejón oscuro de la eterna amargura. La línea entre ambos es estrecha, y por eso nadie se toma en serio a los melancólicos, diciendo que son o deprimidos o niños que juegan a estar tristes. Pero la melancolía es mucho más que eso, si bien sólo he sabido explicar una parte de mi borroso punto de vista. Gracias por vuestra paciencia.
 

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