miércoles, 24 de agosto de 2016

Una voz que sorprende entre la tormenta, con agudos entretejidos en el algodón de nuestros sueños. Dejarse llevar suena demasiado bien, las yemas de los dedos se estremecen ante la próxima turbulencia que definirá la templanza de nuestro corazón, un órgano que se construye en cada repiqueteo de campanas. La corporeidad del tiempo es algo que trascendemos sin apenas darnos cuenta, igual que todas estas palabras que preceden al verdadero mensaje del texto, vano preludio para que el público ya esté sentado ante la primera nota trágica. Un cruel baile nos separa de nuestra vida para situarnos en un limbo, no de aire sino de metal y física. Pero ni siquiera allí nos encontraremos porque no existe espejo fuera de nuestra mirada, solo niebla y ruido blanco. Acariciando la ceguera, la muerte y el amor nos alcanzan allá donde nada más existe, ni el miedo ni la determinación. Cuando el único objetivo es sobrevivir, cuando confías en alguien que no conoces porque el sistema le ha colocado ahí, sabes que la humanidad se ha doblado sobre sí misma: el simulacro gobierna sobre la cultura. Y al recuperar la gravedad, el insoportable peso de nuestra conciencia, abrazamos con un suspiro las posesiones que nos devuelven un origen único pero compartido, un beso al que ya nunca volveremos. Porque ahí arriba escuchamos la única voz que se escapa a nuestros oídos: amar y morir es una misma rima que solo comprendemos cuando leemos el poema, nunca cuando lo escribimos.
 

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