domingo, 19 de mayo de 2013

Hay una gran delicia escondida en dejar colgar los pies. Asumir que el suelo huyó de nuestras raíces y solo hay aire. Frío vacío. Los tobillos, siempre a noventa grados, deben definirse; ya no vale ser un mártir, asumir esta forma por el resto del cuerpo, sino que te toca vivir. El movimiento ya no es rígido, siempre hacia delante, sino que el tiempo se arremolina como las ondas en el agua. Nuestros apéndices juguetean como dos cerezas hermanas, finalizadas pero sin llegar a su meta. Se golpean entre sí como canicas o, peor aún, simulan una tijera, deseando volver a andar para no tener que pensar. Cuando confiamos nuestras piernas al aire, nos sorprende descubrir que pesan, que tienen volumen y también protestan. No podemos creernos que tenemos que trabajarnos el camino: equilibrio y ritmo no son conceptos filosóficos sino nuestra vida diaria. Y no lo vemos porque solo miramos el horizonte. El paisaje, la compañía o el vacío, la lluvia. Solo cuando surge un problema y perdemos nuestro equilibrio, nuestro ritmo, solo entonces vemos los dedos ridículos, las venas gruesas y los callos. Creamos sonetos de los ríos de oro, los panales de miel y los bosques más espesos. Sin embargo, perdimos el sentido de lo esencial, de lo real, de lo que nos sostiene. Por eso, si vamos caminando nos ciegan los ojos, los labios, las metas. Nunca pensaremos en los pasos que hay que dar, en qué piernas estamos forjando, sino que solo nos preocupa llegar hasta nuestra diosa.
 

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