lunes, 9 de mayo de 2016

Hay lugares que se pliegan hasta el infinito, atrapando vida en cada doblez. Mi casa es el espacio más doblado que conozco. No puedo mirar un rincón sin ver personas atrapadas en escenas pasadas, esperando a que alguien les mire para llevarlos de vuelta al pasado. Cuando el presente repele y el futuro espanta, ese pasado es el único tiempo que quiero vivir; aún más en primavera. El sofá que tan pronto se convertía en fortín como albergaba tortillas francesas de una mano amorosa frente a un televisor que se estropeaba. La cama plegable que recoge sueños de cuatro generaciones. El suelo que ha empapado tantas lágrimas, de amor y dolor, barro y comida de todo tipo. Las voces que cruzan el pasillo y aún me siento a escuchar, sentado en el suelo, cuando nada más se oye. Los abrazos que aún y siempre sentiré sobre mis hombros. Manteles, ventanas, sillas, camas, armarios, galerías, más sillas, puertas, escaleras, cestos de la ropa sucia. Hasta el exterior de la casa, hasta la limpieza de la casa me recuerda a ella. Hasta el último granulado de la pared contiene su sonrisa y sus caricias. Las bombillas que encierran los afectos que nunca dije y por los que rezo cada noche para que se conocieran sin saberlo. Las estanterías recogen las palabras de cariño que condenso en gestos de cariño, con la esperanza de que aún hoy las descifre el receptor, el único receptor de todo lo que vivo. La mesa sobre la que me levanto cada día, el calendario que cambio cada día pero mantiene su esencia, el reloj que observa siempre cómplice. Los libros sobre los que siempre volveré para engañarme pensando que siempre seré un niño. ¿Cómo vivir en un lugar que no me cuente todo esto? ¿Cómo vivir en un sitio con tanta vida? Simplemente, viviendo.
 

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