jueves, 2 de diciembre de 2010
Cuando lo vi por primera vez, el sol era un recuerdo, y mi vida una promesa. Él era el dolor, el rencor, la desidia y la envidia, pero nunca odió. Muchos años después, mil besos rotos y cientos de atardeceres eternos, lo volví a encontrar. Entonces me habló de la pasión. La pasión no es algo previo ni posterior a nada. No es un síntoma de desear mucho, ni de amar poco. La pasión es un duende, una chispa que salta en el momento equivocado, o que estalla como fuegos artificiales en el beso correcto. Lo poco que sé de ella me lo enseñó el violín de Nicolás, que entre trago y trago, piropo y eructo, creaba poesía; y pasión. Nicolás no entendía de nada de esto, su nariz roja demostraba que vivió, pero esos ojos pequeños apuntaban que no recordaba la mitad. Pero su violín era su memoria, sus dedos sus neuronas, y las palomas se detenían a escuchar a alguien que por fin habla su idioma. Tiempo después me volví a a sentar delante de él, en el suelo, pero no me vio. Estaba ciego, aunque la botella permanecía cerca, y todavía olía las caderas de las mujeres. Entonces me di cuenta. La pasión es querer y no poder, desear con toda tu vida lo que sabes que nunca vas a conseguir. Sentir que vas a perderlo todo, y que no quieres que se escape. Sentí respirar a Nicolás después de un trago. Un suspiro bronco. Con cuidado, dejó el violín en el suelo, y lo pisó. Dicen que ahora ha vuelto a su despacho, sus formularios y sus corbatas. Que ya no sabe hablar de dolor, pasión o vida, sólo de números. Que no quiere recordar, que quiere vivir de nuevo. Pero alguna noche todavía lo veo en su plaza, en su fuente, con una botella de ron y un arco de violín entre sus piernas.
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