domingo, 27 de noviembre de 2011

Un elefante corre por el puente, entre la niebla, y yo no sé nada. Las obras taponan las venas, las zanjas se abren camino hacia el corazón de la tierra como un cirujano con un hacha mellada. Vuelve el frío, vuelven las niñas llorando en los portales. Vuelven los momentos, nunca las personas ni los sentimientos. Solo la bilis. El ambiente es tóxico, las miradas están envenenadas tras ese velo de lejanía, no ven cuerpos sino sirvientes que acercan la copa a la mano que comienza a levantarse. El viento se esconde bajo el puente de Piedra, la niebla crea una aurora boreal sobre el Pilar. Y ante el juego de los dioses, ante los dados trucados a diario para vencer a la casualidad, siempre aparece la misma trampa de llenar de vaho el escaparate, sin osar a entrar en la tienda. El vaho es el alma, que escapa en cada respiración. El vaho es el tiempo, creado en cada soplo para maldecir aquello que no volverá nunca más. El vaho soy yo, fuerte al salir y difuso entre la luz de las farolas. Todo debería ser fácil, alguien debería tocar el violín o el violonchelo, pero todas las noches suenan el mismo acordeón y el mismo aliento rancio. Todo se va precipitando, todo se repite una y otra vez más como un vals de fin de siglo. La vida agrieta los edificios, todo tiembla a su paso, y yo no sé nada.
 

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