miércoles, 21 de diciembre de 2011
Una pincelada más. Un último retoque. Ahí fuera la luz del sol se agota, tengo que forzar mis ojos al borde de la ceguera para poder seguir viendo. Tiene gracia: perder la vista para deleitar la de los demás. Me da igual porque tengo que llegar un poco más lejos. Este paisaje podría estar bien, la casa casi da miedo. Pero no transmite, no te hiela la sangre, no te hace agarrar la manta con más fuerza por la noche. Sí, no es un cuadro feo, pero no está vivo. Tengo que echar mi sangre sobre él, que sea como el retrato de Poe: una vida real por la vida del cuadro. Fuera estalla una revolución, fuera mueren hijos y amantes, fuera queman libros y biblias. Limpia el pincel y no te demores ni un momento, no olvides el trazo. Las mejillas hundidas porque hace días que no como. La ropa está cuarteada, los pantalones llenos de orín y excremento. El pelo largo, las uñas recortadas a base de mordiscos o arrancadas para que no estropeen el vuelo del pincel. Caigo al suelo porque las piernas no me sostienen; tengo fiebre no sé si por enfermedad o por la pasión de la obra. Dejo el lienzo en el suelo y sigo pintando desde ahí. Puedo oír cada latido del corazón, como una bolsa de papel hinflándose y perdiendo el aire sin fuerza. Fuera ya no hay nada, ni vida ni muerte ni materia. ¿Cuántas veces tengo que repetir que no me importa? El cuadro, solo el cuadro. Para que cuando lo veas sientas ese escalofrío. Por mí.
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