sábado, 28 de enero de 2012

Nunca se me dieron bien las relaciones sociales. Nunca sé cuándo debo hablar y cuándo callarme, cuándo mirar a los ojos y cuándo bajar la vista. Si me preguntan qué tal acabo contando todo mi día, y espero que a continuación hagan lo mismo. Si escribo cartas, siempre responderé una y otra vez hasta dejar tan lejos la línea de la grosería que ya solo sea un espejismo. Y si no lo hago, será solo por disimular, para que no te asustes y pienses que te observo a diario, mi frente contra el cristal de tu ventana. Por eso casi nunca soy lógico, sino que funciono con impulsos, descargas eléctricas que no puedo controlar. A veces sonríen con ellas, pero casi siempre me acaban tocando un brazo o suspirando suavemente mi nombre para calmarme. Me gusta que nunca hayas hecho eso, que siempre me hayas soportado y respetado. Si los olmos crecen robustos es porque nadie les ha pedido peras. Si sigo buscándote en cada pausa-café, en cada excusa y lugar, es porque contigo me siento a gusto. No mejor ni peor, ni más sincero ni seguro de mí mismo. Solamente bien. En 20 años nunca me he instalado en ninguna parte pero ahora puedo perderme con la tranquilidad de encontrarme siempre.
 

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