lunes, 28 de mayo de 2012
Cierras los ojos y vuelve a aparecer esa maldita melodía. Ya no me puedes perder. Tratas de escuchar otras canciones, pones la música tan alta que casi te sangran los oídos pero no hay forma de sacarla de lo más hondo de ti. Puedes ir al extranjero, componer nuevas canciones o enfrentarse al monstruo más gélido que haya existido. En el frenesí de la batalla pasará a un segundo plano pero la melodía seguirá ahí. Tu cerebro dará un paso atrás, se centrará en el problema o la celebración de turno y respirarás tranquilo. Pero a la semana siguiente, a la verbena siguiente, volverá y no podrás hacer nada para huir de ella. Te deleitarás en finos auditorios con sinfonías cuya perfección no podrás soportar. Te revolcarás con un buen riff de guitarra y una batería que te sacuda las entrañas. Bailarás hasta tocar el suelo y, una vez más, ella estará ahí, mirándote con esos planetas brillantes y sonriendo con la dulzura convertida en blancura. Te esforzarás por sacarte la maldita melodía durante otra semana pero será demasiado tarde. Y en realidad, no quieres borrarla de tu cabeza porque cada noche contemplas esa partitura una y otra vez, deseando que la cantante venga a tu apestada ciudad.
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