jueves, 19 de diciembre de 2013

En el jardín de los imposibles una campana de cristal protege un tallo. No en el centro, no el tallo más bello. Un brote de rosa sin florecer, y nunca lo hará. Hay cosas que acaban antes de empezar, palabras que no nacen en el momento adecuado y saben que ya nunca lo harán. La lluvia moja la ropa antes siquiera de empezar a secarse. ¿Vale la pena recogerla o no? Del esfuerzo dedicado a cada prenda, de la esperanza depositada en poder vestir mañana, ya no queda nada. Todo murió antes de empezar. La rosa no floreció, ni siquiera esbozó un tímido color. Nadie verá en ese brote una rosa. Nadie excepto el jardinero que la abonó, regó y abrazó; una mañana, varias noches, un fin de semana entero. La naturaleza no crece con buenas intenciones, con frases excesivamente cordiales para encerrar un sentimiento que desborda. Recoger moras no puntúa para la gran final horizontal. Y sin embargo, ahí estuvo el jardinero, a punto de entrar en el selecto club de campeones. Pero fracasó, desperdició cada competición por no entender bien el juego y solo recibió dos besos en la mejilla. Ahora frecuenta los bares, la orquesta toca Moon River y su cara sigue sin ser más que un folio arrugado. Pero cuando el sol calienta sin excederse, cuando la humedad es apacible y el viento respeta a los más débiles, todavía se acerca y abre la campana de cristal. Vierte su aliento cálido, masajea la tierra siempre húmeda y compromete su vida a una causa. Pero la ropa nunca se secará.
 

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