miércoles, 8 de abril de 2015

Las murallas de Jericó no cayeron ante las grandes catapultas ni los férreos atacantes. La ciudad se rindió al arte, no pudo con el poder de la música y del sublime silencio que se desliza entre nota y nota. Una buena sinfonía, esa que revienta jaulas y muros, no destaca por su violenta percusión sino por la finura de su melodía, los deliciosos trazos que dejan las figuras sobre el pentagrama. El oído no se estremece ante el sonido que le llega, sino el que ha tenido ya tiempo de saborear y desear más, anhelar la caricia del arco contra la trenza del violonchelo, el viento arremolinándose en el fagot.

Las murallas de Jericó cayeron cuando hicieron suya la canción, cuando la sintieron como parte de su cuerpo. En ese momento descubrieron que podría dejar de sonar y desaparecer, el suspiro que nunca llegarían a sentir sobre su áspera piel. Bajo esa coraza había entrado un dragón de fuego y miel; la muralla pasó a ser un plural de cuerpos y mentes. El arte levantó el títere y le regaló una sonrisa, una luz que ya nunca quiso/pudo abandonar. Cada gesto del dragón hacía más insoportable la espera hasta el siguiente coletazo y más dulce el recuerdo de las alas henchidas. Hasta que llegó el momento: la muralla se derritió bajo el sonido de su propio rugido, la fuerza de sus propias garras. Solo un ser, sin espera, sin deseo.

1 burradas:

Anónimo dijo...

Pero que bien escribes...

 

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