sábado, 8 de abril de 2017

Escribir una novela no es difícil; al final y al cabo, solo son palabras. Lo difícil de verdad es darle vida. Si apenas puedo vivir la mía, ¿cómo voy a mover a esos personajes por un mundo que depende de mí? Supongo que en realidad no será así, que todo consistirá en seguir el hilo sin dejarse llevar a cálidos mares de desidia y pereza, de miedo y de arrogancia. Maldecimos en silencio por tener que levantarnos cada día de la cama para seguir labrando nuestro destino, una aguja que debemos encontrar en un pajar ardiendo. Nuestras sólidas creencias se desvanecen en el aire y dejan un férreo rastro de miedo ceniciento, un poso amargo que corroe nuestros corazones. Ya no somos capaces de sonreír por miedo a enseñar los dientes podridos. Ensayamos nuestras risas para no sonar como retrasados. Hemos cortado nuestras vidas hasta encajar en el patrón, de la misma manera que las hermanas de Cenicienta se cercenan los pies para encajar en el zapatito de cristal. Nuestro destino no está escrito en las estrellas ni en el barro, así que ponte las pilas y escribe o vive; tú decides qué se te da mejor o qué es lo único que puedes hacer
 

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