martes, 4 de junio de 2019

Le dolía que los hechos pasasen con esa facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada de lo pasado, podría reproducirse.

Las estelas en el mar son efímeras; no podemos ver el futuro, pero es que el propio pasado se desvanece en una efervescencia de amargo aroma. La tierra que seremos es la tierra que abandonamos, aquella que recogió nuestras lágrimas albergará un día el resto de nuestros líquidos. Y nada de esto importa, porque nada seremos entonces; lo verdaderamente extraño es nuestra lucha constante por apartar la mirada de la masa madre, de nuestras raíces y savia. No podemos ser nada sin lo que fuimos, ¿por qué renegar entonces del terruño, del pueblo, del barrio?

Volver a unas páginas amarillas tras un año, cuarenta, setenta... Descifrar a Joyce, perseguir a Yardbird, psiconalizar a Tarkovsky, todo para volver al camino despreciado. Y ahora, cuando tiemblas al escuchar una despedida apresurada desde la ventana, piensas en los escalofríos de aquellos que te antecedieron y lloras. No es tristeza, es alegría de saberte humano, un eslabón más labrado en la cadena más fina. Porque leer, ante todo, es vivir y aprender a vivir. Escribir... quién sabe.
 

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