domingo, 22 de abril de 2012

Pasa el tiempo y de repente lo vuelves a coger tus manos. No sabes cómo llega hasta allí pero lo disfrutas. El viejo guante de béisbol de tu hermano, su aura. Nadie juega a béisbol, es un deporte estúpido, pero tu acaricias una vez más ese guante. Le sostienes y saboreas su peso, su presencia en este mundo. Te gusta porque es real, un ancla en medio de caras que no duran, marcos que centran el protagonismo. Recorres la superficie a ciegas, porque ya la conoces. Cada recoveco de su figura, cada curva, cada hoyuelo está grabado a fuego en tu memoria, en el rincón de los sentimientos sin mente. Puedes calzarte otros guantes y cerrar el puño con fuerza pero son distintos. O limpiarlos con mimo y sin aliento pero ninguno te cortará la respiración. No es un guante especial, ni hermoso ni horroroso. Tampoco es tu guante porque nunca te pertenecerá, nunca jugarás a béisbol. Solamente es una joya que te mira a los ojos y te hipnotiza, pasarás días pensando en ella hasta que la rutina te vuelva a empantanar. Y solo mucho más tarde, cuando el tiempo haya desembocado de nuevo en el mar, volverás a cogerlo con las manos para disfrutar un poquito más con esas espinas negras.
 

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