domingo, 2 de diciembre de 2012

Sintonizar el viejo transistor es una tarea dura y ardua. Ya no es solo cuestión de la ruedecilla, que nunca funciona como esperamos, sino de nuestros propios dedos. Recorremos todo el dial y justo cuando bajamos el ritmo para afinar la búsqueda, cuando sentimos cada relieve de la ruleta, entonces nuestra yema resbala y nos pasamos. O no terminamos de llegar nunca y lo dejamos, porque la emisora buscada no es más que unas uvas eternamente verdes, una Ítaca que nunca volverá a florecer. Es entonces cuando la radio parece un ladrillo, cuando nuestra incapacidad se apodera de nuestra mirada y nos damos cuenta de que no es la radio, sino nosotros. Y la tiramos bien lejos, con ira, confiando en que se rompa en miles de pedazos que nunca se vuelvan a unir. Esperamos algo de satisfacción por vencer pero no recibimos más que soledad. Soledad porque aunque nunca lleguemos a sintonizar la radio, sabíamos que las voces de los locutores estaban ahí; la bailarina de ballet cuando la caja de música lleva años cerrada. En el fondo nos gustaba que la emisión se distorsionara cuando nos movíamos: la radio hacía patente nuestro cuerpo, nos dotaba de una dimensión y subrayaba nuestra importancia, aunque su única finalidad fuese destruir. Por eso, cuando recogemos los pedazos de la radio, sabemos que estamos sepultando la más intensa melodía. Por eso sonreímos cuando un pedazo se nos clava en el dedo.
 

Copyright 2010 Archivo de las pequeñas cosas.

Theme by WordpressCenter.com.
Blogger Template by Beta Templates.