martes, 19 de noviembre de 2013

Llego y ya está allí. Me voy y seguirá dos horas más como mínimo. Jersey sobre los hombros, anudado. Algunos cabellos sueltos sobre la cara, inclinada hacia el piano. La mano izquierda apenas oscila entre dos pares de notas, firmes y seguras; es el sostén de la canción. La mano derecha corre sobre los agudos, juguetea hacia arriba y vuelve a bajar, se detiene en aislados suspiros, casi inaudibles entre los ruidos del metro. Otro vagón, otra carga de mercancía que se apresura a las escaleras, entre whatsapps, risas sobre la primera palabra de un nieto o libros detenidos por un instante con el dedo índice. El piano sigue sonando, alguna monedas caen por principios mecánicos pero nadie sigue el rastro hasta la fuente, ese rostro que escudriña la sociedad. No busca un hombre con un farol. Al revés, derrama sentimientos a través del pequeño altavoz (nadie entiende con qué energía funciona, si no es con la del pianista). Antes de la siguiente oleada de pasajeros, me arrebujo en un rincón con los suaves sonidos. No se oía nada en la estación hasta que llega una pareja, precedida por sus gritos. El chico la sujeta del brazo justo enfrente del pianista, le recrimina algo señalando el móvil. El problema no es la tecnología, son los usos sociales. La pelea deshace la manta que nos cubría. El pianista mira con sorpresa a la pareja, sorpresa y estupor. Ladea la cabeza porque no comprende pero sabe qué hacer. Retoma los hilos, entreteje a dos manos la vida en su piano, abalanzándose en ocasiones. La pareja calla. Los dos sonríen y se besan. Me subo al metro, jugueteando con un folleto de publicidad. Fuera, en la estación, se llevan al pianista en una camilla, muerto, con la mano oscilando apenas un par de veces.
 

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