martes, 23 de diciembre de 2014

Cuando la noche es más larga y la niebla más espesa, nos sentamos a celebrar el nacimiento de la luz que nos salvará a todos. No celebramos nuestra salvación, sino la alegría de saber que ahora hay alguien ahí fuera que nos salvará; no importan nuestros pecados porque esa persona y ser celestial nos ascenderá a los cielos. La vida es una búsqueda continua de redentores, business angels que confíen en nosotros cuando somos nuestro peor abogado. La empresa que nos sube el sueldo, la pareja que nos adula, las audiencias y sus limpias felaciones. Queremos encarnar el simulacro, que nuestros cuerpos ya no caguen ni suden ni secreten pus y sean limpios y suaves y blancos. Siempre blancos, siempre puros, siempre sin marca. EL niño en EL pesebre ha trascendido la corporeidad frente a su fin en la cruz, donde se reivindica la materialidad del cuerpo: he aquí el hombre. Ese cuerpo sí sangra, sí tiene heridas y sí pesa. Nuestros sueños siempre nos llevan a volar, mientras que el final se descompone en el suelo, cada poro dura el tiempo antes de pudrirse. Nuestras relaciones comienzan a construirse sobre sonrisas y halagos, nunca a partir de sangre y cuerpos inertes. Tu cuerpo nunca será real, no lo intentes, así que mejor dónalo a la ciencia, la gran preservadora de lo abstracto. Pero si no eres real, ¿qué sentido tiene entonces ser? 1.344 muescas y subiendo con un sinsentido: volar lejos del cuerpo titilante. Volar lejos de la cruz. Volar lejos de ti.
 

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