domingo, 30 de noviembre de 2014

Dibujar es trazar una frontera entre el interior y el exterior, lo que es y todo lo que se quedó en el lápiz. El trazo no es sino una frontera porosa, hecha de diminutos poros transpirables (Appadurai dixit); solo filtran pequeños granos para subrayar la figura del otro, la ilusión de una identidad frente al desierto. Repasamos con rotulador el dibujo, rellenamos con tinta para crear un ser, aunque en realidad somos una pila innumerable de átomos. Los huesos que no encajan en nuestra creación, nuestro esqueleto artificial, los catalogamos como sombras o ecos, movimientos bruscos que no son nuestros. Somos otros. Nosotras somos buenas pero en ocasiones, sin saber por qué, hacemos cosas malas. Nos creemos santos pero hacemos daño como los hijos de puta más crueles; muchas veces ni siquiera recordamos haber sujetado la piedra, pero la única verdad es que lo hicimos. Nos consolamos repitiendo que los monstruos solo aparecen con luna llena: el hombre real era el buen doctor, la aberración era el señor Hyde. Al amanecer nos miramos la mejor cara en el café, pensando que el mal son granos de sal en una vida anodina, mientras nuestras pezuñas horadan los zapatos y el rabo se agita en el pantalón. En nuestros dibujos trazamos el blanco en el sillón y el negro al otro lado de la mesa, enfrentados en una bella partida de ajedrez. Pero en realidad, ambos son hermanos siameses revolcándose en una orgía de mordiscos y desgarros y fluidos y placer y sonidos guturales y placer. Nuestros pedos huelen bien y nuestros dientes nunca son tan feos como los de la otra. Soy el bastardo más grande de la historia pero visto mi vanidad con abrigos de paño y una superioridad inabarcable. Hasta que llega la noche-madrugada-mañana-tarde en que descubro el veneno de mis movimientos y su fuerza. El insoportable filo del ser. Me he dibujado y coloreado, estudiado cada hueso y almendra de mi cuerpo, psicoanalizado mejor que cualquier argentino; no me conozco. Las palabras no me describen porque no soy ese, ni aquel; soy este que, sin saber por qué, sigue contemplando inmóvil los faros que corren a su encuentro. No sé quién soy, solo sé que mis movimientos no me definen; no quiero que me definan porque aún tengo la esperanza de ser mejor que mis gestos. Solo pido otra oportunidad para controlar mis gestos y reprimir los golpes antes de acabar con los viajes y los bailes, antes de matar las pocas flores que han crecido en mi jardín.
 

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