jueves, 15 de noviembre de 2012

Los dedos bailan alrededor, como las agujas del reloj vaticinando la mejora que todos deseamos. Poco a poco el velo se desvanece y la sangre, las entrañas salen a la luz. Levantarse, abrir cajones, amontonar productos para volver a sentarse. Los ríos se desbordan, la gangrena devora algo más que un trozo de carne. La mano delicada, vestida con guantes de látex que relucen como la seda. Los dedos son auténticas agujas que presionan en el punto adecuado, acupuntura que expulsa los demonios. Puedo ver cómo las sombras se deslizan bajo la puerta, los miedos abandonan la sociedad. El suero limpia mucho más que nuestras mentes. Al salir de casa preparé un grito, una excusa; nada hizo falta. Las mentiras, los brotes verdes, quedan muy lejos de esta consulta, de este confesionario. Cuando entré el miedo llenaba mi mente, nuestros corazones, nuestras calles. Nos impedía ser nosotros porque nos buscábamos desesperadamente. El apósito de plata nos conquistó sobre los brillos del oro. El silencio de noche inundó las calles con una luz serena, sin grandilocuencias ni promesas de una utopía. La distopía espera, nosotros lo sabemos. Pero ahora nos enfrentamos a la herida sin vendas, dejamos que cicatrice con el húmedo calor del radiador. Hemos vuelto a amar animales, plantas, personas, lugares. Nos amamos a nosotros mismos sin inventarnos un alter ego superior. Salimos del médico cojeando pero contentos porque somos nosotros, porque somos pueblo.
 

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