jueves, 9 de agosto de 2007

Mis dedos se deslizan ágiles a lo largo del teclado. Acariciando las teclas con la punta lde los dedos logro extraer de ellos una melodía que embelesa a todos los asistentes. Extasiada, no puedo dejar de tocar. Siento cómo el público retiene todo el aire de la sala, sin poder siquiera exhalar el oxígeno retenido en lo más hondo de su ser, junto a la melodía que interpreto. Cada corchea que los macillos imprimen a las cuerdas se alza tímidamente, sabedora de que otra la seguirá, y juntas formarán un temible ejército, capaz de derrotar todos los problemas que el público ha traído a la sala, y hacer que se angosten en las entrañas de cada uno. Así, el padre no se preocupa por sus hijos drogadictos, la pareja no se desespera por no llegar a fin de mes, y la joven ya no se acuerda de ese rubiales que le ha hecho daño. La música es capaz de eso y mucho más, puesto que encandila a todo el mundo y no deja que se escapen de ese lazo de seda, que los alza de entre los problemas del día a día, y los transporta a ese lejano mundo de fantasía al que nos escapábamos cuando éramos pequeños, en el que las casas son de chocolate y no hay que encontrar sentido o culpables a las cosas. Estas ocurren, y no debemos preocuparnos por si deberíamos haber hecho más o si podríamos haber dicho otra cosa. Ya ha pasado, y no podemos dejar de vivir el presente para anclarnos en el pasado, aunque es verdad que debemos estudiar el pasado para aprender de él y obrar de otra forma en el futuro, pero es un error vivir en el pasado, recordando lugares que han desaparecido, acompañado de viejos fantasmas que no hacen sino ahogarnos más en ese pozo de cieno que son los recuerdos. Debemos esforzarnos por dejar atrás lo que ha quedado atrás, y dedicarnos a pensar en el presente, pero sin temer al incierto futuro, que puede esperarnos detrás de la esquina o en un partido de fútbol. El punto medio es difícil de encontrar, pero hay que intentarlo. Me equivoco en una nota, y oigo un único comentario, pero el resto del auditorio permanece igual, con esa sempiterna lejanía presente en sus ojos. ¿Qué debería hacer ahora? ¿Llorar porque he fallado una nota? ¿O dejar de tocar por temor a errar otra vez? Nada de eso me afecta, y sigo con mi melodía, a sabiendas de que cuando acabe, y haga volver a todo el mundo, me recibirá una explosión de aplausos, y lo único que me pregunto, pero por simple curiosidad, es si habrán traído ya el taxi para minusválidos que necesito para ir al cementerio con mis padres. En realidad, nada me preocupa excepto transmitir esta energía, esta fuente vital, y el piano es el instrumento perfecto para ello. Hago una última strappa e inclino la cabeza hacia el respetable. Aquí llega la recompensa.
 

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