lunes, 27 de agosto de 2007

Estamos solos, por mucho que la luna quiera formar parte de esta escena, grabarse a fuego en mi piel como el galope de los caballos o las macilentas y enmohecidas flores de las paredes. Sus lágrimas atraviesan las delicadas cortinas y una a una se precipitan sobre tu espalda desnuda, espalda que mis manos recorren como si de un mapa se tratase, huyendo de la soledad y el dolor. Esas manos saborean tu piel, terciopelo que como el de los museos limita el acceso a ese gran tesoro que eres. Contemplo admirado tus párpados, suaves cortinas que ocultan esas gemas que brillan con el ardor de mil soles cada vez que me ves. Tu cabello, revuelto como el mar que soporta la tempestad, cae majestuosamente a lo largo de la nube sobre la que derramamos nuestro amor, esa nube que nos sacó del trasiego de este inmenso monstruo de cristal y cemento que nos devora día tras día. Observo extasiado ese violonchelo que suena para mí, ese violonchelo al que pude arrancar todos sus secretos, a veces luchando y a veces acariciando. Tus manos me buscan en sueños, desean que siga a tu lado, que siga respirando el aire que exhalaste. En la penumbra relucen tus perlas, pequeñas gotas de leche que se precipitan desde el vaso, desbordado por nuestro amor incontenible, pequeñas gotas de néctar que anhelo beber, elevándome así al monte Olimpo, lugar al que realmente perteneces. Observo esta burbuja que de un momento a otro explotará y nos expulsará a ambos, y no puedo hacer nada más que retenerla, anclarla a mi memoria y disfrutar hasta el último momento, luchando contra el sueño que me llevará lejos de aquí.
 

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